Ricardo Moreno Botello
Corrían los años sesentas del siglo pasado, en uno de los pintorescos poblados de la sierra norte de Puebla, un lugar envuelto siempre por una blanca y persistente neblina y por el verdor de huertos y bosques, entonces todavía exuberantes. En ese lugar, que siempre me pareció como un paraíso húmedo, solía acompañar a mi padre, hombre de hondas inquietudes intelectuales, a explorar los archivos parroquiales y municipales en los que encontraba interesantes informaciones sobre hechos y personajes históricos de la localidad. Sus hallazgos, por ejemplo, le permitían difundir a través de una pequeña revista cultural, a la que llamó Ayauhcalli o “Casa de la niebla”, publicada cuando la venia de Dios se lo permitía, datos históricos de la parroquia del lugar edificada a principios del siglo XVIII sobre una ermita dedicada a San Miguel, santo patrono del nuevo pueblo (Teziuyotepetzintlan), fundado allá por 1552. También dio cuenta de documentos detallados de la vida política y social de la localidad, donde se señalan negocios y acaudalados personajes dieciochescos, destacando el nombre de un subdelegado interino, D. Antonio López Santa Anna, padre de quien fuese, ya en el siglo XIX, presidente de México y conocido como “Su Alteza Serenísima”.
En ese trabajo de archivo, moviendo cajas y espulgando legajos bajo las inclemencias de la humedad y el frío de la habitación, pudimos revisar documentos valiosos que fueron con los años reorganizados y protegidos para beneficio de la memoria histórica del lugar. Dentro de esos legajos, apareció un manojo de cartas personales que pertenecieron a un comerciante español, que mantenía una intensa actividad en toda la región serrana, pero que extendía sus intereses comerciales no sólo a Xalapa y al puerto de Veracruz, sino con negociantes de Cuba y de la Metrópoli.
Braulio Fernández, creo recordar el nombre de este personaje, era un hombre vivaz y lenguaraz, como buen comerciante, que viajaba permanentemente por todos los pueblos de la zona, moviendo sus productos y entregando pedidos en bodegas de abasto y pulperías. Su variada correspondencia trataba ante todo sobre pedidos de mercancías de fabricación diversa, pero fundamentalmente de importaciones de origen ibérico, aprovechando la libertad de comercio decretada por Carlos III. Era don Braulio, lo que podría denominarse ahora un proveedor “mayorista” de abarrotes y ultramarinos.
Se sabe también por esas cartas que Braulio Fernández gozaba de muy buen apetito, y que sin bien «anhelaba el cocido español, los callos y las merluzas», gustaba también saborear los caldos y guisados autóctonos, rebosantes de vegetales y setas, especialmente los totolcoxcatl, que se servían en las fondas y tianguis de la sierra. Braulio dejó constancia también de su aprecio por las tortillas untadas de chile y frijoles y de un gusto especial por las gorditas de masa con salsa de chiltepín llamadas tilas. No obstante, don Braulio tenía sus lugares de preferencia en la materia. Siempre que regresaba a Teziutlán después de sus viajes de negocios, encargaba a doña Clotilde Espinoza, una afamada cocinera mestiza con quien mantenía una muy estrecha amistad, que le preparara un cocido como el de la “madre patria”, con su gallinita, chorizo, zanahorias, repollo, papas y garbanza, y con suerte un poco de jamón serrano que nuestro personaje le proveía de vez en cuando. Hay que decirlo, Braulio consumía una o dos cazuelas de este exquisito menjurje como si en ello se le fuera la vida. Así, cada vez que regresaba a la fonda, su afecto por Clotilde y sus dotes culinarias cobraba nuevos y maravillosos impulsos.
Un buen día, en que Braulio regresaba de uno de sus largos periplos comerciales por toda la Sierra Norte, y coincidiendo su llegada al pueblo con su cumpleaños número cuarenta y cinco, Clotilde había discurrido prepararle el consabido puchero, solo que ahora, por tratarse de un día especial, le hizo algunos arreglos.
En una misiva enviada a Iván Montero Fdz, un primo segoviano, Braulio describía jubiloso el contenido de su caldo de aniversario, que había saboreado como nunca, acompañado de tilas serranas, y con el que se convenció de que su vida tenía que ligarse para siempre a la de esa inteligente y envidiable mujer. Por dicha carta, fechada en noviembre de 1796 se pudo saber el contenido del cocido de aniversario. En primer lugar, Clotilde puso a cocer dos tipos de carne: costillas de res y la gallina; le agregó unos trozos de chorizo, cebolla, ajo y dos hojas de pimienta. En segundo lugar, una vez cocidas las carnes las separó y en el caldillo metió a cocer chayote, chayotextle (raíz de chayote), zanahoria, calabacita, ejotes, elote troceado y garbanza. Una vez cocidos los vegetales se juntaron con la carne dentro del propio caldo y se le agregó una salsa hecha a base de jitomates y chile piquín asados. Finalmente se agregó a la olla unas bolitas de masa rellenas de queso añejo y se dejó a que cocieran con una generosa rama de epazote, la que aromatizó –en lugar de la yerbabuena castellana– este nuevo cocido. Así concluía la explicación que Braulio daba a su primo de la olla que le preparó su querida cocinera y a quien anunciaba de paso como su futura esposa.
“Debo confesarte estimado primo –agregó Braulio en su carta a Iván–, que correspondiendo con esos pequeños, pero bravos, piquines o chiltepines utilizados en el puchero, al nuevo cocido le llamaron chilpozontli”. Inevitablemente, la receta de doña Clotilde se difundió como los evangelios, de boca en boca, por todas las cocinas serranas, convirtiéndose en un platillo característico de esta hermosa región. Por mi parte, tuve el cuidado de copiar en mi cuadernillo de notas la receta referida, para convencer a mi madre de ensayarla en casa, probarla y agasajar de paso al inquieto maestro de música e investigador de archivos. Desde entonces, es parte de mis antojos más frecuentes, por ser un alimento muy sabroso, además de completo y sano.
Se los recomiendo. (RMB)
Puebl@Media
Ricardo Moreno Botello
Ciudad de Puebla, México
Sábado 18 de septiembre de 2021.
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