Pablo Gómez
El olvido opositor es un mecanismo de defensa política, pero la mayoría de las personas, incluso la base electoral de los conservadores, no ha olvidado nada.
Los dos grandes factores causales del cambio político del año de 2018 fueron la persistencia del programa neoliberal durante 35 años y del Estado corrupto, el cual fue fundado hacia 1952 y alcanzó apogeos en tiempos del “pensamiento único”. La lucha popular contra ambas catástrofes se manifestó en 1988, aunque antes había tenido lugar en los planos intelectual y político.
Destruir el andamiaje neoliberal y la corrupción, partes engarzadas del sistema político, implica una transformación del Estado o, como dice Andrés Manuel López Obrador, de la vida pública de México. Se trata de un viraje histórico que debe impactar comportamientos y moralidades de amplios segmentos de la sociedad.
La cuestión es de clase, naturalmente, aunque no sólo, pues están presentes varias otras contradicciones. Durante los años del neoliberalismo, el salario mínimo redujo su capacidad adquisitiva en un 70%. Algo semejante ocurrió con otros niveles salariales. La aptitud redistributiva del ingreso a cargo del Estado menguó con los reducidos porcentajes de gasto social directo, es decir, las subvenciones, frente al alza de los subsidios entregados a la “clase política” y a los grandes empresarios. Luego de que se disminuyeran las tasas más altas del impuesto a la renta y se elevara el IVA, el Estado contrajo su capacidad efectiva de recaudación mediante la condonación de impuestos o simplemente por la falta de cobro de grandes masas dinerarias que retuvieron consorcios y personas ligadas al poder.
La inversión pública productiva fue contenida o supeditada a mecanismos de negocios privados financiados bajo la responsabilidad del gobierno para potenciarlos con aportaciones presupuestales directas, onerosas y sin retorno.
En el marco de todo lo anterior, era imposible atender el crecimiento de la deuda pública, la cual se contrataba para sufragar el gasto corriente o las obras que no generaban ingresos públicos, pero beneficiaban a empresas privadas. Pemex fue convertido en un gran agente financiero, encubridor de esa maniobra, por lo que su deuda, que era en realidad del gobierno, se convirtió en un fardo catastrófico de la paraestatal.
El país se encontró bajo una estrategia sin objetivos nacionales y populares. En lugar de producir granos, había que traerlos de fuera porque abundaban en el extranjero y eran más baratos… de momento. En lugar de producir más gas, refinar el aceite e impulsar la petroquímica, había que vender el crudo y depender de importaciones cada vez mayores. La cosa no paró aquí sino que, para destruir Pemex y lograr que grandes empresas se beneficiaran de riquezas nacionales, se pactó una reforma energética entre el PRI y el PAN, no obstante el evidente repudio popular.
Algo semejante se hizo con la electricidad, mediante el impulso oficial a la creación de una red de productores independientes privados que se han beneficiado directamente de la infraestructura de la empresa nacional construida por el Estado.
Millones de hectáreas fueron concesionadas para la explotación minera en un país en el que la propiedad del suelo no otorga derechos sobre el subsuelo, por lo cual el gobierno generó una gran presión sobre los propietarios o usufructuarios de la tierra en amplias regiones del país, los cuales han venido siendo despojados por los concesionarios por la vía de venta, alquiler u otros contratos, generando crecientes conflictos. Además, los derechos de explotación siguen siendo muy bajos.
Todas las privatizaciones, sin excepción, fueron planeadas y realizadas bajo esquemas de corrupción. Se malbarataron las propiedades públicas y se produjeron dobles ganancias ilícitas, las provenientes de comprar a bajo precio y aquellas que se realizaron en forma de mordidas, además de todo un sistema de contratos leoninos.
El gran atraco del esquema Fobaproa-Ipab, con el que se convirtió deuda privada en pública por un importe de 100 mil millones de dólares, sigue causando desembolsos presupuestales cada año con el pago de los intereses sobre la mayor parte del valor de los bonos originales. Las mayores instituciones de crédito beneficiadas con ese atraco fueron enajenadas a trasnacionales, luego de que, naturalmente, los vendedores incorporaran al precio el valor de los bonos. Además, no se pagó impuesto sobre la renta sobre las ganancias producidas por las enajenaciones, gracias a una cortesía adicional del gobierno.
Toda clase de concesiones, estimuladas con mordidas, en favor de familias vinculadas al poder o de empresas extranjeras, invadieron el escenario nacional. En el curso de ese largo y penoso proceso, México fue dejando de tener objetivos estratégicos de carácter popular y nacional.
El gasto público se atomizó y perdió objeto social, productivo y estratégico. La gestión en la Cámara de Diputados consistía en incorporar al Presupuesto gastos inconexos, disímbolos y muchas veces inútiles, para cobrar posteriormente los correspondientes moches a las instancias públicas u organismos privados beneficiados.
El gobierno de Peña Nieto llegó al extremo de desviar recursos de la llamada Cruzada contra el Hambre por sumas de miles de millones a través de la Estafa Maestra.
Centenares de fideicomisos se usaban como reductos de grupos o personas agraciadas, atomizando y esterilizando de tal forma ingentes recursos presupuestales.
Enormes cantidades de dinero presupuestado se gastaban sin causa justificada en prebendas de una burocracia dorada que operaba como propietaria de la cosa pública. Al lado de altas remuneraciones existían fuertes prestaciones en favor de una minoría de servidores públicos, los de mayor jerarquía, mientras la gran masa de empleados percibía sueldos bajos.
Después de muchos retoques a la legislación, los fraudes electorales sólo cambiaron la forma de realizarse, tanto en el plano local como en el federal. El órgano de gobierno del Instituto Nacional Electoral, como el de su antecesor, se integraba con sendas cuotas asignadas a los partidos políticos; ese fue siempre el sello de la casa hasta 2020.
El país estuvo en manos de una oligarquía compuesta de grandes capitalistas y altos políticos. AMLO le llamó la mafia del poder. El Estado corrupto albergaba a unos y otros, por lo que fue posible la edificación de todo un sistema de gestión pública bajo la política neoliberal que era el nudo programático de tan amplia alianza.
La 4T es un mecanismo político de origen popular que empezó a crearse hace poco más de 30 años. Derrotar el proyecto neoliberal y destruir el Estado corrupto es el objetivo, pero eso, naturalmente, implica construir un sistema nuevo. En los primeros tres años, se ha dado inicio a la edificación de instituciones en salud, educación, pensiones, empleo, seguridad pública, justicia, así como sentar bases de un nuevo esquema de distribución del ingreso. La lucha frontal y puntual contra la corrupción se encuentra en las reformas de ley y en las nuevas políticas de la 4T. Con los fondos rescatados se ha logrado cubrir una parte considerable de la política social.
Sería imposible analizar con acierto la presente coyuntura electoral a partir del olvido de lo que predominaba hasta hace poco o de la negación del alcance que tuvo el gran movimiento electoral que llevó a López Obrador a la Presidencia de la República y a la 4T a la mayoría en el Congreso y en numerosas legislaturas locales. La amnesia de las oposiciones, las partidistas y las de medios conservadores de comunicación, es un recurso vano. Se nota enseguida que su programa es el del neoliberalismo bajo un Estado corrupto.
Esos opositores estuvieron tratando de evitar lo que ellos mismos llamaron “AMLO en la boleta electoral”. Por tal motivo tenemos calendarios diferentes para elecciones, consultas populares y revocación del mandato. La separación de fechas fue impuesta por la oposición con su tercio plus en el Senado, ya que son normas constitucionales. Pues bien, después de tanto esfuerzo, los opositores han hecho lo que no querían, es decir, meter al presidente en la boleta a través de su propia incansable lucha de respuestas, acusaciones, noticias falsas, insultos, calumnias y simples difamaciones ad persona. No han parado un momento. Lo que han hecho, sin desearlo, es alimentar contraataques de parte de un gobernante metido en la denuncia política, hasta provocar una vorágine interminable para la cual ellos no estaban preparados. El punto es que han tenido que admitir que son defensores de todas las políticas de antes y del sistema de corrupción, aunque a este último no lo reconozcan abiertamente en su discurso sino sólo de manera implícita. No hay que olvidar que sólo los corruptos menosprecian la corrupción reinante.
El olvido opositor es un mecanismo de defensa política, pero la mayoría de las personas, incluso la base electoral de los conservadores, no ha olvidado nada.
Proceso
Pablo Gómez
Ciudad de México
Viernes 21 de mayo de 2021.
Comment here