Afirmar que una cebra es como un caballo a rayas ayuda mucho para hacernos una rápida idea del animal en cuestión, pero resulta de muy poca ayuda a la hora de llevar la cebra al hipódromo. Decir que Morena y el obradorismo son un viejo PRI en versión 2.0 sirve para dar cuenta de algunos rasgos, pero esconde o distorsiona otros que son tanto o más significativos.
Parte del fracaso de la oposición para establecer una estrategia eficaz contra López Obrador ha sido la incapacidad de entender la naturaleza y la sobresimplificación, teñida de desdén, que les ha merecido este fenómeno político. Tildar de viejo priismo al rival puede ser útil en la arena del discurso, como lo es para la contraparte acusar de “fifís” a sus adversarios, pero constituyen nociones demasiado precarias como diagnóstico para diseñar un plan de acción.
¿En qué se parece el viejo PRI al obradorismo? ¿En qué son diferentes? Antes de intentar una respuesta, habría que advertir que se trata de un fenómeno político con tres entidades (una trinidad, aunque un solo dios verdadero): el movimiento obradorista, el gobierno de la Cuarta Transformación y el partido Morena. En los tres hay similitudes y contrastes con lo que era el viejo régimen político, pero en cada una de estas tres dimensiones se entreveran de manera distinta. Responder a estas preguntas desde cada una de estas dimensiones escapa a los límites de este texto.
Y, pese a todo, la comparación entre el PRI y el obradorismo es relevante a medida en que la abrumadora presencia de esta fuerza política comienza a perfilar un régimen de partido hegemónico, que inevitablemente hace recordar otros tiempos.
Sin embargo, hay diferencias sustanciales. Primero, entre López Obrador y los presidentes de antaño. El poder político del PRI-gobierno residía en un líder designado durante seis años, a partir de acuerdos institucionales, ritos, usos y costumbres validados por el resto de la élite política. El poder de AMLO, en cambio, es personal y no está constreñido por esos acuerdos. Desde Los Pinos los presidentes ejercían un control casi absoluto de la cosa pública, a través de estructuras de intermediación, operadores políticos, hombres fuertes regionales y sectoriales. El obradorismo puede apoyarse en estas correas de transmisión, pero el peso de la voluntad y la capacidad para impulsar una carga ideológica personal, que ejerce López Obrador de manera unilateral, nunca la tuvo un mandatario priista.
Segundo, esto es así porque la fuente de poder de AMLO no le fue “delegado” por sus pares o por reglas institucionales; proviene de su relación personal con las mayorías. Y no se trata de una circunstancia coyuntural, como pudo tener Lázaro Cárdenas durante la expropiación, por citar un ejemplo, sino de un vínculo que data de algunos años y sigue expandiéndose.
Tercero, la calidad de esta relación no está centrada en primera instancia en la capacidad del líder para responder (o hacer como si respondiera) a las necesidades y expectativas, como sí lo estaba el gobierno en el viejo régimen, sino a la facultad de expresar la inconformidad y la exigencia de cambio de parte de los sectores populares. La oposición ha asumido que el apoyo que disfruta AMLO deriva de su habilidad para manipular y engañar a las mayorías, sin percibir que en realidad el obradorismo es resultado de la profundización cualitativa y cuantitativa del malestar de la población. El fenómeno López Obrador es resultado del crecimiento de esa inconformidad y no al revés, más allá de la enorme capacidad política del tabasqueño para canalizar estos sentimientos. El PRI buscaba la estabilidad institucional y la conformidad; AMLO la polarización y el descontento como voluntad de cambio.
Todos estos factores entrañan diferencias de fondo y no de forma. Comparar al obradorismo con el viejo PRI, pasa por alto lo que verdaderamente importa en política: la fuente de poder y las maneras en las que este poder puede usarse.
Se me dirá que Morena no es sino el reciclado de militantes priistas, comenzando por el propio López Obrador. Pero, contra lo que se cree, López Obrador en estricto sentido no perteneció al viejo PRI. Se afilió a ese partido a los 22 años para apoyar la campaña pro-indigenista de Carlos Pellicer al Senado. Tras vivir en la Chontalpa como funcionario y activista, a los 29 fue designado presidente del PRI tabasqueño en atención a sus muchas ideas de cambio, pero duró apenas 11 meses debido a la rebelión de los caciques. Hasta allí llegó su militancia; se trató en realidad de un romántico intento de radicalización contra aquel priismo, prácticamente la única vía que existía en ese momento para participar en política en su región.
Se afirma que su ideología y sus banderas son las del viejo PRI: una afirmación que desacierta más de lo que acierta. Las finanzas públicas de la 4T, más bien conservadoras, contradicen buena parte de esa comparación (control de la inflación, aversión al endeudamiento público, equilibrio fiscal, austeridad, achicamiento de la burocracia). La derrama de apoyos sociales de manera directa y sin pasar por intermediarios, incluso, sería anatema para el viejo régimen, construido sobre la base de entrega de recursos a organizaciones y cuadros intermedios, las columnas corporativas.
Se dice que su nacionalismo y su obsesión por la autosuficiencia energética y alimentaria es una bandera trasnochada, pero en realidad se encuentra a tono con la corriente que recorre al mundo, en respuesta a los estragos de la globalización y la crisis en las cadenas de suministros.
Sobre la invasión de priistas habría que hacer también una consideración geográfica. Es muy distinta la perspectiva si hablamos del obradorismo de la capital del país, nutrido en gran medida por corrientes de izquierda y 25 años de ejercicio del poder, que si miramos a Tamaulipas o Hidalgo, por ejemplo, entidades en las que ahora gobernará y en las que prácticamente no existía, por lo cual se ha nutrido esencialmente de priistas. AMLO asume que todo el que ingresa a su movimiento es una especie de renacido político, al margen de su procedencia, aunque evidentemente no es así. Pero lo contrario tampoco es absoluto. Son priistas en un nuevo entorno y solo el tiempo definirá qué terminará por imponerse en cada lugar.
Pensaría que el obradorismo es un fenómeno nuevo en nuestra historia política y en proceso aún de definirse. En ese sentido, meterlo en casacas gastadas solo distorsiona la posibilidad de entenderlo. Tratándose de un movimiento fundado en torno a un líder y a una relación personal con las mayorías, mientras AMLO siga vigente tendrá un carácter singular. Muy probablemente será otra cosa una vez que el movimiento como tal tenga que institucionalizarse; por lo pronto sigue modificándose a partir de la voluntad, las ideas y pulsiones del fundador. Compararlo con el viejo PRI estorba más que ayuda. Si asumimos que un caballo es como una cebra, luego no nos sorprendamos de las muchas cosas que pueden hacer este corcel y su jinete.
@jorgezepedap
El País
Jorge Zepeda Patterson
Ciudad de México / Madrid
Jueves 09 de junio de 2022.
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