Guadalupe Grajales
Olvídense de la carrera académica, de la profesionalización de la enseñanza, del papel central desempeñado por las academias de profesores(as) para la distribución de las cargas académicas y para definir los programas y los planes de estudios, de las oportunidades de superación académica sostenida por la institución, del sentido de pertenencia a la escuela, facultad o instituto de adscripción del profesor(a), en fin de todo aquello que signifique promover el mejoramiento de la tarea docente y el respeto a los derechos individuales y colectivos del profesorado.
Con esto de la “modernidad tecnológica” y de la “nueva cultura universitaria”, el profesor(a) se entera de los cursos que habrá de impartir no sólo en la unidad académica de su adscripción, sino incluso en otras. Por supuesto que la colaboración entre las unidades académicas siempre ha existido y que los profesores, en distintas ocasiones, han impartido cursos en su unidad académica y otras. Pero ello se ha debido a que el profesor(a) construye estas relaciones, satisface estos intereses o acepta una invitación dirigida especialmente a su persona.
Ya la administración nos ha advertido del golpe preparado en contra de los profesores(as) con la modificación del Estatuto Orgánico. Sin embargo, uno creería que al menos se respetarían los reglamentos aprobados desde 2007 y modificados en años recientes. Me refiero específicamente al Reglamento de Ingreso, Permanencia y Promoción del Personal Académico (RIPPPA). Aquí está establecido el procedimiento para formalizar la colaboración de un profesor(a) con otra unidad académica a la que no está adscrito(a). Así el Artículo 87 señala que dicha colaboración “para desempeñar actividades que relacionen y vinculen los programas de ambas unidades académicas” debe darse “con el consentimiento del trabajador”.
Efectivamente, el Estatuto señala en su artículo 115 fracción XII que el Director de unidad académica tendrá la facultad de “formular los requerimientos de personal académico previa opinión de las academias” y nadie duda, supongo, de la libertad que el profesor(a) debe tener para colaborar con otras unidades académicas, o de la libertad que un director(a) debe tener para cubrir la programación académica de su facultad acudiendo a la colaboración de otras unidades académicas. Sin embargo, ningún director(a) puede pasar por alto que el profesor(a) adscrito a la facultad que dirige tiene la última palabra. Las modificaciones de las condiciones de trabajo es algo que sólo el trabajador puede permitir y que sólo se puede dar apegándose a la legislación vigente.
No es de extrañar que al trabajador(a) académico no se le respete. Hace muchos años que se le trata como una pieza del tablero al que sólo la burocracia tiene acceso, un tablero que poco tiene que ver con las actividades sustantivas de la universidad. Si éstas fueran el centro de las preocupaciones de la administración central, los profesores(as) serían apreciados como lo que son, el factor esencial e indispensable para la consecución de los fines universitarios.
¿A quién le importa el “eficientismo” en aras del cual se sacrifican los derechos del profesorado? Hay un fantasma en la máquina universitaria llamado “modernidad tecnológica”. Un fantasma esquivo cuya identidad digital tiene a las y los docentes inermes y a su merced. Pero todos sabemos que esa digitalidad es el sello del abuso y control ejercidos por la administración central de la universidad.
¿No les parece a ustedes de la mayor importancia hacer valer el verdadero sentido de llamarse profesor(a) universitario(a) y exigir a la administración central el respeto y la consideración que las profesoras y profesores se merecen?
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Guadalupe Grajales
Ciudad de Puebla, Mx.
Martes 13 de diciembre 2022.
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