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Avándaro, 12 horas que marcaron la cima y la caída del rock mexicano

Avándaro 1971

El género desapareció de las radios y de los conciertos durante una década tras el evento, que se organizó dos años después de Woodstock en el Estado de México, hace medio siglo

Cuando los reflectores se encendieron e iluminaron a la multitud que rugía, la historia del rock mexicano ya había cambiado. Miles de personas –algunos calculan más de 250.000, tres estadios Azteca a reventar– lanzaban el grito gutural que inauguraba el festival de Avándaro, un Woodstock dos años después de Woodstock en el Estado de México. Once bandas tocando durante 12 horas que escandalizaron al Gobierno y a la prensa. “Mariguaniza”, “denigrante orgía”, “¡mugre, pelos, sangre, muerte!”, titularon. Y al hito le siguió el silencio. El rock en México, que había empezado a despegar con identidad propia, desapareció de las disqueras, de la radio, de los conciertos durante una década. Era 1971, han pasado 50 años. Avándaro había sido la cima y el comienzo de la caída.

Días antes del 11 de septiembre, miles de jóvenes habían empezado a llegar a aquel descampado inmenso en la localidad de Avándaro, a dos horas de Ciudad de México. Venían en coches, en autobús o andando durante horas, los pantalones en campana y el flequillo hasta la nariz. Armaban sus tiendas de campaña, si las traían, bebían, fumaban, bailaban, se bañaban en el río, esperaban. El escenario —una estructura tubular raquítica, de apenas 20 metros de frente—, ya estaba armado y algunos grupos improvisados habían empezado a subir durante la tarde. Cuando oscureció, los nombres de las bandas contratadas se pusieron dentro de un sombrero y se sorteó el orden en el que actuarían: los Dug Dug’s, la banda de Armando Nava, abría.

“Fue el principio de una noche inolvidable”, recuerda Nava desde Estados Unidos, donde vive. Cuando los reflectores a los costados del escenario se encendieron a las ocho de la noche, lo que el guitarrista vio fue “una alfombra de gente, de cabezas y de cuerpos”. Se habían puesto a la venta 25.000 boletos a 25 pesos cada uno (unos 11 dólares al cambio actual), pero la cantidad de asistentes superó las expectativas y no hubo restricciones de acceso. En los confines del descampado, donde Nava no alcanzaba ver —y donde la música ya ni siquiera se oía— aún había personas. “En México todavía no se usaba sonido profesional para conciertos de rock. Es más, no había conciertos de rock”, señala.

Algunos años antes de aquel día, en 1967, habían empezado a despuntar bandas mexicanas que componían música original en castellano o en inglés. “Un fenómeno masivo de gran creatividad y vanguardia que se conoció como la onda chicana”, escribe el periodista Federico Rubli en el libro Yo estuve en Avándaro, reeditado este año por Trilce y con fotografías de Graciela Iturbide. Entre los grupos mexicanos de rock psicodélico que formaron parte del movimiento estaban las once bandas que tocaron en el festival de Avándaro: Los Dug Dug’s, El epílogo, La División del Norte, Tequila, Peace & Love, El ritual, Bandido, Los yaki con Marita Campos, Tinta blanca, El amor y Three Sould in my mind. La número 12, Love Army, finalmente no actuó.

Avándaro era “lo único que le faltaba” a ese movimiento, cuenta por videoconferencia Rubli, que tenía 17 años cuando llegó al festival con un grupo de amigos. Vio personas de todas las clases sociales, según describe, sobre todo jóvenes, incluso algunos niños. Vio drogas, alcohol, desnudos; vio cómo llovió y todo se enlodó, cómo falló el sonido y cómo la energía eléctrica se fue durante 40 minutos. Pero todo fue “puro e inocente desmadre”, asegura. En los expedientes que consultó el periodista 30 años después de aquello, solo se registran dos personas atendidas por intoxicación, un balance que no coincide con la “orgía envuelta en nube verde” que describió la prensa a partir del día después. Aunque aquella noche terminó sin incidentes graves, el domingo, de regreso a Ciudad de México, Rubli recuerda haber escuchado por radio las primera críticas al evento. El periodista sostiene que el Gobierno había empezado “una campaña mediática de desprestigio” preocupado por el poder de convocatoria de aquellos jóvenes.

La idea de los organizadores había sido que los grupos tocaran el sábado por la noche y que el domingo empezaran las carreras de coches que se hacían tradicionalmente en ese circuito. Lo promocionaron como el Festival de Rock y Ruedas de Avándaro. “Nuestra idea era ganar dinero. La cuestión del rock la metimos para divertirnos, pero el plato principal eran las carreras”, cuenta Justino Campeán, uno de los organizadores, que en ese momento trabajaba en la empresa de publicidad McCann Erickson y que llegó a ser presidente de la Federación Mexicana de Fútbol. Poco, sin embargo, salió como esperaban. La convocatoria los rebasó y las carreras se suspendieron porque el rock lo había acaparado todo.

Campeán había conseguido que empresas como Coca Cola –cuyo director de mercadotecnia de ese momento era Vicente Fox, presidente de México entre 2000 y 2006– patrocinaran el festival y había comprado espacios de publicidad en Telesistemas Mexicanos (actual Televisa). Radio Juventud, además, iba a transmitir la música en vivo a cambio de la promoción previa. El modelo de negocio contemplaba repetir el evento otras dos veces en el año, en Guadalajara y Monterrey. “Obviamente no sucedió”, resume Campeán, que perdió dinero con la organización y tras el evento, por los señalamientos, se mudó a Brasil con su familia durante cuatro años.

En el baño de visitas de su casa, el empresario guarda enmarcado un afiche del festival, un boleto y una carta que según asegura los salvó a él y a Eduardo López Negrete, autores intelectuales del festival, cuando la Procuraduría General de la República los llamó a declarar días después. En el papel quedaba probado, según afirma, que tenían la autorización del presidente municipal de Valle de Bravo para hacer el evento. “Efectivamente, no había baños, hubo destrozos, bloqueo de las carreteras… era inevitable”, reconoce. Campeán se defiende 50 años después, a sus 81: “No había dolo en lo que hicimos. Se salió de control, pero ¡hubo saldo blanco!”.

“No sé por qué no nos caímos”

 

El éxito que habían previsto para ese fin de semana todavía parecía posible, sin embargo, ese sábado a la noche. El escenario, una estructura tubular frágil, se movía porque la gente había empezado a treparse. Aunque los músicos y los organizadores pedían a la gente que se bajara, el público volvía a subir. Víctor Moreno, uno de los técnicos en

cargados de que todo funcionara en el escenario, llevaba más de 24 horas arriba de la estructura. “No sé por qué no nos caímos,

pero afortunadamente no sucedió”, dice. Desde ahí vio cómo una chica, que bailaba arriba de un camión de mudanzas que estaba a un costado del escenario, se quitaba la ropa. No era la única que se había desnudado, pero se convirtió en “la encuerada de Avándaro”, uno de los tantos mitos que dejó el festival.

Durante muchos años se creyó que la mujer era Alma Rosa Gómez López, de 16 años y de Monterrey, porque un semanario de la época había publicado una supuesta entrevista con la joven. Pero tras revisar los expedientes de aquella noche, Rubli se encontró con que en realidad se llamaba Laura Patricia Rodríguez González, tenía 18 años y era de Guadalajara. La Dirección Federal de Seguridad la había interrogado después del festival, por eso aparecía en los papales oficiales, y la conclusión, según el periodista, era “ridícula”: “Concluimos que ella no es un peligro para el régimen porque vive de la droga y del sexo en la zona rosa”.

En una tienda de campaña a un lado del escenario, un camerino que compartían con la Cruz Roja, la banda Tequila esperaba su turno. Eran los cuartos de la noche. Jorge Alarcón, bajista de la banda, recuerda haber subido al escenario por una escalera que oscilaba y quedarse sin respiración al llegar arriba. Nunca había tocado ante tanta gente. “He tenido buenas experiencias: terremotos, huracanes… Pero esa experiencia no tiene paralelo. Teníamos el antecedente de Woodstock y queríamos tener el nuestro”, cuenta en el salón de su casa el músic

o, que trabajó, entre otros, con José José. En el escenario, que solo medía unos 20 metros de frente por seis de profundidad, había una treintena de personas, y cables, y equipos, y cámaras.

Cuando encontró su amplificador, Alarcón estuvo listo. “Lo que más queríamos era que se nos escucharan, porque las letras que estábamos exponiendo eran letras de libertad, [y también] nuestras inconformidades, que eran bastantes, por la guerra de Vietnam y lo que estaba sucediendo en México”. En 1968, en el país gobernaba Gustavo Díaz Ordaz, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), cuando el 2 de octubre una protesta estudiantil pacífica fue callada a tiros en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Solo unos meses antes de Avándaro, con Luis Echevarría, también del PRI, en el Ejecutivo, el grupo paramilitar conocido como Los halcones había matado a decenas de estudiantes en otra protesta. La presencia del Ejército esa noche de septiembre les trajo a algunos el recuerdo de aquello.

Para la madrugada, los organizadores decidieron suspender las carreras de coches porque el rock no se podía frenar. Ese poder de convocatoria, según Rubli, preocupó a las autoridades. De acuerdo a la investigación del periodista, empezó a maquinarse una “conjura oficial” motivada por el temor a que una reunión así de multitudinari

a desembocara en actos subversivos. Pero también por los intereses políticos del entonces secretario de Gobernación, Mario Moya Palencia, ante las próximas elecciones. “Lo más lamentable es que no les importó arrasar con el rock mexicano como una expresión musical y cultural”, apunta Rubli, que asegura que tras el festival el género se “atrofió” durante más de una década por la “censura” y la marginalidad en la que quedó. Las presentaciones acabaron, al igual que los discos, las radios priorizaron otros géneros y el rock debió refugiarse en las periferias, en fábricas abandonadas o bodegas. “Esa semiclandestinidad lo mantuvo vivo”, dice Rubli.

Sergio Keko Figueroa, cantante de Tinta blanca, vio amanecer desde arriba del escenario. A los 23 años tenía el pelo chino y oscuro; era flaco, como ahora. Con el resto de la banda, habían pasado los últimos 10 días en una cabaña cerca de ahí y habían escrito una canción. “Hemos esperado esta ocasión / Siente la energía a tu alrededor”, decía la letra, que repetía cada cierto tiempo un grito: “¡Aváaandaroo!”. “Fue algo único y sigue siendo porque nunca ha vuelto a pasar nada parecido”, recuerda en su casa. Después del festival, la mayoría de las bandas que tocaron se desintegraron o se fueron a Estados Unidos porque no había trabajo para ellos en México. Figueroa fue uno de los que dejó la música. Intentó seguir tocando, se manifestó ante la residencia presidencial en Los Pinos, hizo una huelga de hambre y probó suerte en Nueva Orleans. Pero al final abrió una rotisería y estuvo 20 años sin tocar.

“Las autoridades no entendieron en ese momento lo que podríamos haber hecho. Se dejó de escuchar rock y ya no se habló de Avándaro”, lamenta Figueroa. En Spotify es difícil encontrar a las bandas que tocaron aquella noche y las canciones que interpretaron; en los buscadores de internet tampoco hay demasiada información. Algunas de las personas que estuvieron en el festival intentaron hace años identificar el descampado boscoso donde fue el evento para poner allí una placa, pero no pudieron localizarlo porque la zona se ha llenado de casas de fin de semana. Algunos de los músicos volverán a tocar por el 50 aniversario y esperan que se hable al fin de Avándaro, el gran festival de Latinoamérica que detuvo la historia del rock en México.

El País
Constanza Lambertucci
Ciudad de México
Sábado 11 de septiembre de 2021.

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