El enconado odio hacia lo soviético y lo ruso ha determinado en Ucrania no solo la prohibición de los partidos comunistas, sino la infausta suerte de cualquier alternativa ideológica equiparable a la socialdemocracia o el eurocomunismo
«Nací en Bajmut en 1999, pero el año de mi nacimiento mi ciudad se llamaba Artemivsk, que es el nombre que le pusieron los soviéticos en honor a un revolucionario comunista llamado Artyom», nos dice Vladislav, un profesor de castellano de una ciudad próxima al Donetsk. Han transcurrido más de veinte días desde que los rusos invadieron su país y el muchacho lleva una semana encerrado en su casa con su abuela y un gato hambriento llamado Kuzma que acostumbra a mencionar cada vez que cruzamos unas líneas por el Telegram.
«¿Y quién era el tal Artyom que daba nombre a tu ciudad?», le preguntamos. «Un bolchevique del Donetsk», responde Vladislav. Y a renglón seguido nos aclara que el asentamiento que dio origen la ciudad de Bajmut se construyó en torno a un fuerte y tomó el nombre del río Bajmutka, tributario del Seversky Donetsk. Luego llegaron los soviéticos y, como dice el chico, volvieron a mudar su nombre original por el del mentado agitador y periodista Artyom, amigo próximo de los camaradas Sergei Kirov y Joseph Stalin. Claro que en realidad solo conservó la denominación de Artemisvk hasta febrero de 2016.
Algunos meses antes, la Rada Suprema de Ucrania había aprobado una ley que condenaba el comunismo y el nazismo y prohibía la propaganda y los símbolos de ambas ideologías. El texto era solo una parte de un paquete de medidas legales con las que Kiev pretendía erradicar el comunismo y equipararlo a la ideología nazi. A partir de ese momento, Artyom dejó de ser un héroe para pasar a ser oficialmente un apestado bolchevique más.
Quien se adentre por Ucrania con una edición no actualizada de un GPS comprobará también que no había una sola población en los tiempos comunistas cuya principal no llevara por nombre avenida o paseo de . Tras la ley de la memoria de 2015, prácticamente todas, casi sin excepción, fueron en bloque dedicadas a Taras Shevchenko, un poeta del siglo XIX a quien se considera el fundador de la literatura ucraniana moderna. Taras es el perfecto héroe nacional, una especie de polígrafo humanista sobre el que no se proyectan las sombras de otros cuestionados personajes como el fascista Stepan Bandera, quien sí tiene una calle en Kiev y una estatua en Leópolis.
Todas las calles y las poblaciones con alusiones a los tovarich bolcheviques perdieron su denominación soviética. A partir de 2015, quedó igualmente prohibida la utilización de símbolos como la hoz y el martillo, los escudos de la URSS y de la República Socialista Soviética de Ucrania, las banderas, los himnos, las consignas comunistas y las imágenes y los monumentos dedicados a miembros del Partido Comunista.
Fue una ardua labor lo de apear a todos esos vetustos santones comunistas de sus cenicientos pedestales mientras en parejo se buscaban nuevos héroes nacionales que ayudaran a borrar todo rastro, no solo del pasado soviético ucraniano, sino de cualquier atisbo de la presencia de sus vecinos rusos. Un año antes de la aprobación de esa ley, Moscú se había anexionado Crimea, tras el Euromaidán, y el entonces presidente de Ucrania, Petro Poroshenko, había puesto su rúbrica sobre un texto legal que ponía fin al estatus de Ucrania de país no alineado, al tiempo que anunciaba que proyectaba trabajar durante los próximos cinco años para que Ucrania cumpliera con los estándares de la OTAN. Le faltó el tiempo a Rusia para salir al paso asegurando que la decisión ucraniana de abandonar su estatus de no alineado era una «amenaza para la seguridad de Europa». Vista desde los sucesos actuales, semejante advertencia resulta aterradora.
A raíz de la ley de descomunistización de Poroshenko, Ucrania sustituyó también la expresión rusa Gran Guerra Patria por Segunda Guerra Mundial, haciendo suya de ese modo la denominación más común en Occidente. El uso público de símbolos nazis o comunistas puede ser castigado desde entonces con hasta cinco años de cárcel. Los tres partidos comunistas que había en 2015 fueron ilegalizados y, por lo tanto, se les prohibió concurrir a las elecciones.
Quedaron excluidos de esa ley todos los monumentos vinculados con la Segunda Guerra Mundial. El más sonado de los indultos fue el de la estatua de la madre patria de Kiev. La comúnmente conocida como Rodina-Mat es una escultura de 62 metros de altura (102 metros con la base) y 560 toneladas. Esta enorme mujer metálica sostiene todavía en su mano izquierda un escudo de 104 metros cuadrados donde se halla visible el emblema de la Unión Soviética.
En los tiempos soviéticos, no había un solo koljós (granja colectiva), ni una sola fábrica, población, edificio público que no exhibiera a su entrada algún icono rojo. Todavía es frecuente hallar en los accesos de los puentes columnas defenestradas sobre las que se adivina alguna vieja estrella o el «serp i molot» (hoz y martillo, en ruso).
Pese a la ley de descomunistización, algunos de estos símbolos han sobrevivido y poseen, eso es innegable, un cierto magnetismo arqueológico, el mismo que tendría una cruz gamada que emergiera de un solar de Berlín durante el desescombro de un solar abandonado. Han quedado a menudo semiocultos, herrumbrosos, como un recordatorio del delirio totalitario bolchevique, a las entradas de las fábricas abandonadas o entre los hierros retorcidos de alguna vieja infraestructura.
Néstor Majnó
La única estatua de un comunista (libertario) del país es la de Néstor Majnó, en Guliai Pole. — Ferran Barber
Son igualmente habituales los intentos por cubrir los símbolos y los memoriales con algún otro elemento. A veces es una simple hoja de laurel la que se superpone sobre la hoz y el martillo. En otras ocasiones, la transformación es más profunda. En Odesa, un viejo Lenin de bronce fue apeado de su pedestal en 2015 y posteriormente reemplazado por una estatua de Darth Vader del escultor Olexander Milov. Que la fuerza te acompañe. Los ucranianos tenían ya muy claro tras la ocupación de la península de Crimea que preferían a los villanos de Star Wars que al bolchevique de Ulyanovsk.
Siguiendo su ejemplo, dos años después, el colectivo artístico búlgaro Creación Destructiva transformó a los héroes de la Unión Soviética en Superman, San Nicolás, el Joker y el elenco de la Marvel. Mucho antes de que los anglosajones comenzaran a apear de sus estatuas a los negreros y a los conquistadores españoles, ya se había desatado la furia iconoclasta en casi todo el antiguo territorio de la URSS. Y fue Ucrania, con su odio hacia la Rusia, quien abrió el camino.
El granjero de Novotrotskoye, en el Óblast Autónomo Hebreo, en el Extremo Oriente ruso, posa con la loba que mató con sus propias manos en venganza por la muerte de un caballo y dos de sus perros. La foto fue tomada por otro vecino del asentamiento y divu
Curiosamente, la única calle del país y las dos únicas estatuas dedicadas a una vieja gloria de la lucha por la igualdad social son la del anarquista Néstor Majnó, que es, por otra parte, el personaje que menos hubiera deseado que se rindiera un tributo personal y caudillista a su figura. Ambas estatuas metálicas -galvanizadas de un color dorado tremendamente kitsch- fueron erigidas tras la ley de Poroshenko en su ciudad natal, Guliai Pole, donde hay también una calle dedicada al guerrillero, líder de la Armada Negra. El museo dedicado a su memoria es también probablemente el único lugar de este planeta donde los funcionarios del Gobierno trabajan bajo el retrato de un comunista libertario.
Antes de que comenzara la invasión, los próceres locales se ufanaban por traer las cenizas de Majnó del columbario del cementerio Pere Lachaise de París. Eso sí, todos los memoriales dedicados al líder campesino se hallan extrañamente desprovistos de cualquier alusión al anarquismo, como si Majnó hubiera emergido de alguna abisal vacuidad ideológica, a inicios del pasado siglo. A menudo, este celebrado personaje es igualmente transformado en una suerte de héroe nacional y situado al lado de Bandera. Al margen del anacronismo, es una pretención absurda dado que la única bandera que colgaban de sus míticas tachankas era la pirata.
El enconado odio hacia lo soviético y lo ruso ha determinado también en Ucrania, no solo la prohibición de los partidos comunistas, sino la infausta suerte de cualquier alternativa ideológica equiparable a la socialdemocracia o el eurocomunismo. Tal y como afirma el escritor e historiador Julián Vadillo, «la idea del socialismo en general salió muy erosionada después del fracaso de la Unión Soviética. La caída del muro de Berlín entre 1989 y 1991 no solo afectó al movimiento comunista, que quizá fue el peor parado, sino que socavó todo el entorno socialista, dado que la gente que había vivido tanto tiempo bajo el modelo soviético no quería oír hablar de una alternativa así, aunque no se pareciera en nada al sistema de la URSS. Eso explica, entre otras cosas, que las propuestas que han surgido en todos estos países tras la caída de la Unión Soviética sean por lo general marcadamente ultraliberales».
Público
Ferran Barber
@Ferranbarber
Madrid, España
Sábado 19 de marzo de 2022.
Comment here